“Hay un caso, no del toro raro, que subleva el sentimiento de cuantos lo imaginan o lo ven: el hijo de un magnate sucede a su padre en la mitad íntegra de pingües mayorazgos, tocando a sus hermanos un lote modestísimo en la división de la herencia paterna; aquel hijo se casa y fallece al poco tiempo, dejando un tierno vástago: la viuda, todavía joven, contrae segundas bodas y tiene la desdicha de perder al hijo del primer matrimonio, heredando su fortuna, con exclusión de la madre y los hermanos de su primer marido. No hay que decir que, si hay descendientes del segundo matrimonio, a ellos se transmite en su día la herencia. Por donde resulta el irritante espectáculo de que los vástagos directos del magnate viven en la estrechez y tal vez en la miseria, mientras gozan de su rico patrimonio personas extrañas a su familia y que, por un orden natural, les son profundamente antipáticas. Estas hipótesis se puede realizar, aunque por lo general en menor escala, entre propietarios, banqueros e industriales, labradores y comerciantes, sin necesidad de vinculaciones ni títulos nobiliarios”.